Este ensayo se publicó originalmente como "Die Legende von Versagen des Kapitalismus" en Der Internationale Kapitalismus und die Krise, Festschrift für Julius Wolf (1932).
La opinión casi universal expresada estos días es que la crisis económica de los últimos años marca el fin del capitalismo. El capitalismo supuestamente ha fracasado, ha demostrado ser incapaz de resolver los problemas económicos, por lo que la humanidad no tiene otra alternativa, si quiere sobrevivir, que hacer la transición a una economía planificada, al socialismo.
Esta idea no es nueva. Los socialistas siempre han sostenido que las crisis económicas son el resultado inevitable del método de producción capitalista y que no hay otro medio de eliminar las crisis económicas que la transición al socialismo. Si estas afirmaciones se expresan con más fuerza estos días y evocan una mayor respuesta pública, no es porque la crisis actual sea mayor o más larga que sus predecesoras, sino principalmente porque hoy la opinión pública está mucho más fuertemente influenciada por los puntos de vista socialistas que en décadas anteriores.
Cuando no existía la teoría económica, se creía que quien tenía poder y estaba decidido a utilizarlo podía conseguir cualquier cosa. En interés de su bienestar espiritual y con vistas a su recompensa en el cielo, los gobernantes eran amonestados por sus sacerdotes para que ejercieran la moderación en el uso del poder. Además, no se trataba de los límites que las condiciones inherentes a la vida y la producción humanas imponían a este poder, sino que se les consideraba ilimitados y omnipotentes en la esfera de los asuntos sociales.
La fundación de las ciencias sociales, obra de un gran número de grandes intelectos, entre los que destacan David Hume y Adam Smith, destruyó esta concepción. Se descubrió que el poder social era espiritual y no (como se suponía) material y, en el sentido aproximado de la palabra, real. Y se reconoció la existencia de una coherencia necesaria dentro de los fenómenos del mercado que el poder es incapaz de destruir. También se comprendió que en los asuntos sociales operaba algo en lo que los poderosos no podían influir y a lo que tenían que acomodarse, del mismo modo que tenían que ajustarse a las leyes de la naturaleza. No hay mayor descubrimiento en la historia del pensamiento humano y de la ciencia.
Si se parte de este reconocimiento de las leyes del mercado, la teoría económica muestra qué tipo de situación se deriva de la interferencia de la fuerza y el poder en los procesos de mercado. La intervención aislada no puede alcanzar el fin que las autoridades persiguen al promulgarla y debe dar lugar a consecuencias indeseables desde el punto de vista de las autoridades. Incluso desde el punto de vista de las propias autoridades la intervención es inútil y perjudicial. Partiendo de esta percepción, si uno quiere organizar la actividad del mercado de acuerdo con las conclusiones del pensamiento científico -y reflexionamos sobre estas cuestiones no sólo porque buscamos el conocimiento por sí mismo, sino también porque queremos organizar nuestras acciones de manera que podamos alcanzar los objetivos a los que aspiramos-, se llega inevitablemente a rechazar tales intervenciones por superfluas, innecesarias y perjudiciales, una noción que caracteriza la enseñanza liberal. No es que el liberalismo quiera trasladar las normas de valor a la ciencia; quiere tomar de la ciencia una brújula para las acciones del mercado. El liberalismo utiliza los resultados de la investigación científica para construir la sociedad de tal manera que pueda realizar lo más eficazmente posible los fines que se propone. Los partidos político-económicos no difieren en el resultado final por el que luchan, sino en los medios que deben emplear para alcanzar su objetivo común. Los liberales opinan que la propiedad privada de los medios de producción es la única forma de crear riqueza para todos, porque consideran que el socialismo es impracticable y porque creen que el sistema del intervencionismo (que según la opinión de sus defensores está entre el capitalismo y el socialismo) no puede alcanzar los objetivos de sus partidarios.
El punto de vista liberal ha encontrado una enconada oposición. Pero los adversarios del liberalismo no han logrado socavar su teoría básica ni la aplicación práctica de esta teoría. No han tratado de defenderse de la aplastante crítica que los liberales han dirigido contra sus planes mediante una refutación lógica, sino que han recurrido a evasivas. Los socialistas se consideraban ajenos a esta crítica, porque el marxismo ha declarado herética la indagación sobre el establecimiento y la eficacia de una mancomunidad socialista; seguían acariciando el Estado socialista del futuro como el cielo en la tierra, pero se negaban a entrar en una discusión sobre los detalles de su plan. Los intervencionistas eligieron otro camino. Argumentaron, con argumentos insuficientes, contra la validez universal de la teoría económica. Al no estar en condiciones de rebatir lógicamente la teoría económica, no podían referirse a otra cosa que a cierto "pathos moral", del que hablaban en la invitación a la reunión fundacional de la Vereins für Sozialpolitik [Asociación para la Política Social] en Eisenach. Contra la lógica oponían el moralismo, contra la teoría el prejuicio emocional, contra la argumentación la referencia a la voluntad del Estado.
La teoría económica predijo los efectos del intervencionismo y del socialismo estatal y municipal exactamente como sucedieron. Todas las advertencias fueron ignoradas. Durante 50 o 60 años la política de los países europeos ha sido anticapitalista y antiliberal. Hace más de 40 años Sidney Webb (Lord Passfield) escribió:
"ahora se puede afirmar con razón que la filosofía socialista de hoy no es más que la afirmación consciente y explícita de principios de organización social que ya han sido adoptados en gran parte inconscientemente. La historia económica del siglo es un registro casi continuo del progreso del socialismo."
Fue al principio de este desarrollo y fue en Inglaterra donde el liberalismo pudo contener durante más tiempo las políticas económicas anticapitalistas. Desde entonces, las políticas intervencionistas han avanzado mucho. En general, la opinión actual es que vivimos en una época en la que reina la "economía obstaculizada", como precursora de la bendita conciencia colectiva socialista que está por venir.
Ahora, porque efectivamente ha sucedido lo que la teoría económica predijo, porque han salido a la luz los frutos de las políticas económicas anticapitalistas, se oye un grito desde todas partes: ¡este es el declive del capitalismo, el sistema capitalista ha fracasado!
El liberalismo no puede ser considerado responsable de ninguna de las instituciones que dan carácter a las políticas económicas actuales. Estaba en contra de la nacionalización y de la puesta bajo control municipal de proyectos que ahora se revelan catastróficos para el sector público y fuente de sucia corrupción; contra la negación de la protección a los que quieren trabajar y contra la puesta del poder del Estado a disposición de los sindicatos, contra el subsidio de desempleo, que ha hecho del paro un fenómeno permanente y universal, contra la seguridad social, que ha convertido a los asegurados en gruñones, malhumorados, contra los aranceles (e implícitamente contra los cárteles), contra la limitación de la libertad de vivir, viajar o estudiar donde uno quiera, contra los impuestos excesivos y contra la inflación, contra el armamento, contra las adquisiciones coloniales, contra la opresión de las minorías, contra el imperialismo y contra la guerra. Opone una resistencia tenaz a la política de consumo del capital. Y el liberalismo no creó las tropas armadas del partido que sólo están esperando la oportunidad conveniente para iniciar una guerra civil.
La línea argumental que lleva a culpar al capitalismo de al menos algunas de estas cosas se basa en la idea de que los empresarios y los capitalistas ya no son liberales, sino intervencionistas y estatistas. El hecho es correcto, pero las conclusiones que la gente quiere sacar de él son erróneas. Estas deducciones se derivan de la visión marxista totalmente insostenible de que los empresarios y capitalistas protegían sus intereses especiales de clase mediante el liberalismo durante la época en que el capitalismo florecía, pero ahora, en el período tardío y decadente del capitalismo, los protegen mediante el intervencionismo. Se supone que esto es una prueba de que la "economía obstaculizada" del intervencionismo es la economía históricamente necesaria de la fase del capitalismo en la que nos encontramos hoy. Pero el concepto de economía política clásica y de liberalismo como ideología (en el sentido marxista de la palabra) de la burguesía es una de las muchas técnicas distorsionadas del marxismo. Si los empresarios y capitalistas eran pensadores liberales hacia 1800 en Inglaterra y pensadores intervencionistas, estatistas y socialistas hacia 1930 en Alemania, la razón es que los empresarios y capitalistas también estaban cautivados por las ideas imperantes de la época. En 1800, al igual que en 1930, los empresarios tenían intereses particulares que se veían protegidos por el intervencionismo y perjudicados por el liberalismo.
Hoy se suele citar a los grandes empresarios como "líderes económicos". La sociedad capitalista no conoce "líderes económicos". Ahí radica la diferencia característica entre las economías socialistas, por un lado, y las economías capitalistas, por otro: en estas últimas, los empresarios y los propietarios de los medios de producción no siguen ningún liderazgo salvo el del mercado. La costumbre de citar a los iniciadores de grandes empresas como líderes económicos ya da alguna indicación de que hoy en día no se suele llegar a estas posiciones por éxitos económicos sino por otros medios.
En el Estado intervencionista ya no es crucial para el éxito de una empresa que las operaciones se lleven a cabo de forma que las necesidades del consumidor se satisfagan de la mejor y más barata manera; es mucho más importante tener "buenas relaciones" con las facciones políticas de control, que las intervenciones redunden en beneficio y no en perjuicio de la empresa. Unos cuantos marcos más de protección arancelaria para la producción de la empresa, unos cuantos marcos menos de protección arancelaria para los insumos en el proceso de fabricación pueden ayudar a la empresa más que la mayor prudencia en la dirección de las operaciones. Una empresa puede estar bien dirigida, pero se hundirá si no sabe cómo proteger sus intereses en el acuerdo de tarifas arancelarias, en las negociaciones salariales ante las juntas de arbitraje y en los órganos de gobierno de los cárteles. Es mucho más importante tener "contactos" que producir bien y barato. En consecuencia, los hombres que llegan a la cima de tales empresas no son los que saben cómo organizar las operaciones y dar a la producción la dirección que exige la situación del mercado, sino más bien hombres que gozan de buena reputación tanto "arriba" como "abajo", hombres que saben cómo llevarse bien con la prensa y con todos los partidos políticos, especialmente con los radicales, de manera que sus tratos no causen ofensa. Se trata de esa clase de directores generales que tratan más con los dignatarios federales y los líderes de los partidos que con aquellos a quienes compran o a quienes venden.
Como muchas empresas dependen de favores políticos, quienes las emprenden deben pagar a los políticos con favores. No ha habido ninguna gran empresa en los últimos años que no haya tenido que desembolsar sumas considerables para transacciones que desde el principio eran claramente poco rentables pero que, a pesar de las pérdidas previstas, tuvieron que concluirse por razones políticas. Por no hablar de las contribuciones a intereses no empresariales: fondos electorales, instituciones de bienestar público y similares.
Los poderes que trabajan por la independencia de los directores de los grandes bancos, empresas industriales y sociedades anónimas de los accionistas se están afirmando con más fuerza. Esta "tendencia a la socialización de las grandes empresas" políticamente acelerada, es decir, a dejar que la gestión de las empresas esté determinada por intereses distintos de "la mayor rentabilidad posible para los accionistas", ha sido saludada por los escritores estatistas como una señal de que ya hemos vencido al capitalismo. En el transcurso de la reforma de los derechos de las acciones alemanas, incluso se han hecho esfuerzos legales para poner el interés y el bienestar del empresario, es decir, "su autoestima económica, jurídica y social y su valor duradero, así como su independencia de la mayoría cambiante de los accionistas cambiantes", por encima de los del accionista.
Con la influencia del Estado a sus espaldas y apoyados por una opinión pública totalmente intervencionista, los dirigentes de las grandes empresas se sienten hoy tan fuertes en relación con los accionistas que creen que no necesitan tener en cuenta sus intereses. En su forma de dirigir los negocios de la sociedad en aquellos países en los que el estatismo ha llegado a imperar con más fuerza -por ejemplo, en los Estados sucesores del antiguo Imperio Austrohúngaro-, se muestran tan despreocupados por la rentabilidad como los directores de los servicios públicos. El resultado es la ruina. La teoría que se ha avanzado dice que estas empresas son demasiado grandes para ser gestionadas simplemente con vistas al beneficio. Este concepto es extraordinariamente oportuno cuando el resultado de dirigir un negocio renunciando fundamentalmente a la rentabilidad es la quiebra de la empresa. Es oportuno, porque en este momento la misma teoría exige la intervención del Estado para apoyar a las empresas que son demasiado grandes para dejarlas fracasar.
Es cierto que el socialismo y el intervencionismo aún no han conseguido eliminar por completo el capitalismo. Si lo hubieran hecho, los europeos, tras siglos de prosperidad, redescubriríamos el significado del hambre a gran escala. El capitalismo sigue siendo lo suficientemente prominente como para que surjan nuevas industrias, y las ya establecidas mejoren y amplíen sus equipos y operaciones. Todos los avances económicos habidos y por haber se deben a la persistencia del capitalismo en nuestra sociedad. Pero el capitalismo siempre se ve acosado por la intervención del gobierno y debe pagar como impuestos una parte considerable de sus beneficios para sufragar la inferior productividad de la empresa pública.
La crisis que sufre actualmente el mundo es la crisis del intervencionismo y del socialismo estatal y municipal, en resumen, la crisis de las políticas anticapitalistas. La sociedad capitalista se guía por el juego del mecanismo del mercado. Sobre esta cuestión no hay diferencias de opinión. Los precios de mercado ponen en congruencia la oferta y la demanda y determinan la dirección y el alcance de la producción. Es del mercado de donde la economía capitalista recibe su sentido. Si la función del mercado como regulador de la producción se ve siempre frustrada por las políticas económicas en la medida en que estas últimas intentan determinar los precios, los salarios y los tipos de interés en lugar de dejar que el mercado los determine, entonces se producirá sin duda una crisis.
No ha fallado Bastiat, sino Marx y Schmoller.
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Fuente / Autor: Mises Institute / Ludwig von Mises
https://mises.org/library/myth-failure-capitalism
Imagen: MEETHK.com
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