En los últimos años, China ha ampliado considerablemente su presencia económica en Sudamérica, superando a Estados Unidos como mayor socio comercial del continente. A pesar del firme compromiso del Presidente estadounidense Joe Biden de contrarrestar las ambiciones geopolíticas de China, ha pasado por alto en gran medida su creciente presencia en su propio vecindario. Esto es desconcertante y alarmante, sobre todo por el papel crucial de Sudamérica en la lucha contra el cambio climático.
A principios de abril, el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva pidió a Estados Unidos que dejara de "alentar" la guerra en Ucrania. Su declaración fue sólo el último ejemplo de la menguante influencia estadounidense en la región, y de la incapacidad de la administración Biden para abordarla.
La ignorancia de los estadounidenses sobre Sudamérica es una especie de tópico. En 1982, tras una gira por la región, el entonces presidente Ronald Reagan dijo que se había "sorprendido" al descubrir que Sudamérica estaba formada por varios países. Su comentario reflejaba un desconocimiento generalizado de un continente diverso con una población total de 430 millones de personas. Con abundantes yacimientos minerales, vastas tierras de cultivo y más de la mitad de la selva tropical que queda en el mundo, no es de extrañar que China se haya interesado por Sudamérica.
El sentimiento es mutuo. China no es la influencia puramente maligna que fue la Unión Soviética, a pesar del deseo de algunos políticos estadounidenses de equiparar ambas. China paga bien por los recursos que adquiere en Sudamérica, y se ha convertido en un importante prestamista que proporciona a los países endeudados la financiación que tanto necesitan, aunque generalmente con condiciones (como comprar a China) y con escaso respeto por las directrices anticorrupción en las que insisten el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Por otra parte, China no ha sido sorprendida in fraganti instigando golpes de Estado como lo ha hecho Estados Unidos en múltiples ocasiones en el último siglo.
En cualquier caso, el impacto medioambiental de la presencia china en Sudamérica es profundamente preocupante. Su insaciable apetito por la soja ha sido uno de los principales motores de la deforestación en Brasil y de la pérdida de pastos en Argentina. Además, su interés por el continente refleja su creciente necesidad de agua, que sigue siendo abundante en América Latina pero escasa en China.
En última instancia, Estados Unidos y Europa deben reconocer que hacer frente al calentamiento global requerirá necesariamente la cooperación de países como Brasil para preservar las selvas tropicales y cambiar a energías renovables. Aunque China reconoce sin duda la importancia de combatir el cambio climático, su objetivo inmediato es superar a Estados Unidos como mayor economía del mundo y establecerse como potencia coigualitaria; lograr emisiones netas cero y reducir la huella de carbono de Sudamérica no figuran entre sus principales prioridades.
Irónicamente, una de las razones por las que Estados Unidos tiende a pasar por alto a América Latina es que ha sido relativamente pacífica desde el siglo XIX. La Doctrina Monroe, establecida en 1823, situó a toda Latinoamérica dentro de la esfera de influencia de Estados Unidos y, desde entonces, ha impedido que potencias extranjeras se establecieran allí. La intervención de Francia en México en la década de 1860, bajo Napoleón III, suele considerarse el último gran intento europeo de establecer una presencia permanente en América Latina. No fue hasta un siglo después cuando la Unión Soviética intensificó las tensiones colocando armas nucleares en Cuba y llevando al mundo al borde de la guerra nuclear.
A medida que se erosiona la influencia económica de Estados Unidos, su capacidad para impedir que ejércitos extranjeros establezcan una presencia en Sudamérica está cada vez más en peligro. China ya ha construido una estación de observación espacial en la Patagonia y ahora está presionando a Argentina para que construya una base naval. Dado que Argentina está al borde del impago de su deuda, con una inflación que se dispara por encima del 100%, y que un gobierno populista está en el poder, China podría salirse con la suya en última instancia. Venezuela, antaño favorecida por la izquierda estadounidense, también es extremadamente susceptible a la influencia china (y rusa) tras décadas de políticas económicas desastrosas.
Aunque Argentina y Venezuela han experimentado las recesiones económicas más publicitadas de Sudamérica, la pandemia del COVID-19 también ha ralentizado el crecimiento y exacerbado la desigualdad en otros países. Además, como sugieren los comentarios de Lula sobre Ucrania, el giro a la izquierda en todo el continente podría dar lugar a políticas exteriores no alineadas con los intereses estadounidenses.
La administración Biden debe redoblar sus esfuerzos para contrarrestar la influencia de China en Sudamérica. Ayudando a los países sudamericanos a mejorar sus sistemas educativos, impulsar el ahorro para permitir una mayor inversión pública y aplicar reformas estructurales que aumenten la productividad, Estados Unidos podría contribuir a situar al continente en la senda de la prosperidad económica a largo plazo. Y, para apoyar el cambio de Sudamérica hacia las energías renovables, Occidente en general debe estar dispuesto a proporcionar a los gobiernos endeudados y con problemas de liquidez subvenciones a gran escala en lugar de préstamos. Dado el creciente alcance mundial de China y la importancia de Sudamérica para la transición ecológica, Estados Unidos ya no puede permitirse dar por sentados a sus vecinos del sur.
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Kenneth Rogoff, es profesor de economía y política de la Universidad de Harvard y ganador del Premio del Deutsche Bank de Economía Financiera en 2011. Fue el economista jefe del Fondo Monetario Internacional de 2001 a 2003. Es coautor de This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly y autor de The Curse of Cash.
Fuente / Autor: Project Syndicate / Kenneth Rogoff
Imagen: Asia Times
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