Durante más de una década, numerosos economistas -principal pero no exclusivamente de izquierdas- han argumentado que los beneficios potenciales de utilizar la deuda para financiar el gasto público superan con creces cualquier coste asociado. La idea de que las economías avanzadas podrían sufrir un exceso de deuda fue ampliamente descartada, y las voces discrepantes fueron a menudo ridiculizadas. Incluso el Fondo Monetario Internacional, tradicionalmente un firme defensor de la prudencia fiscal, empezó a apoyar altos niveles de estímulo financiado con deuda.

Las tornas han cambiado en los dos últimos años, cuando este tipo de pensamiento mágico chocó con la dura realidad de una inflación elevada y la vuelta a unos tipos de interés reales normales a largo plazo. Una reciente reevaluación realizada por tres economistas de alto nivel del FMI subraya este notable cambio. Los autores prevén que el ratio deuda-ingresos medio de las economías avanzadas aumente hasta el 120% del PIB en 2028, debido al deterioro de sus perspectivas de crecimiento a largo plazo. También señalan que, dado que los elevados costes de endeudamiento se están convirtiendo en la "nueva normalidad", los países desarrollados deben "reconstruir de forma gradual y creíble los colchones fiscales y garantizar la sostenibilidad de su deuda soberana".

Esta evaluación equilibrada y mesurada dista mucho de ser alarmista. Sin embargo, no hace mucho tiempo, cualquier sugerencia de prudencia fiscal era rápidamente tachada de "austeridad" por muchos en la izquierda. Por ejemplo, el libro de Adam Tooze de 2018 sobre la crisis financiera mundial de 2008-09 y sus consecuencias utiliza la palabra 102 veces.

De hecho, hasta hace muy poco, la idea de que una elevada carga de deuda pública pudiera ser problemática era casi tabú. El pasado mes de agosto, Barry Eichengreen y Serkan Arslanalp presentaron un excelente documento sobre la deuda mundial en la reunión anual de banqueros centrales de Jackson Hole, Wyoming, en el que documentaban los extraordinarios niveles de deuda pública acumulados tras la crisis financiera mundial y la pandemia del COVID-19. Sin embargo, curiosamente, los autores se abstuvieron de explicar claramente por qué esto podría plantear problemas para las economías avanzadas. Curiosamente, sin embargo, los autores se abstuvieron de explicar claramente por qué esto podría suponer un problema para las economías avanzadas.

No se trata simplemente de una cuestión contable. Aunque los países desarrollados rara vez incumplen formalmente el pago de su deuda interna -recurriendo a menudo a otras tácticas como la inflación sorpresa y la represión financiera para gestionar sus pasivos-, una elevada carga de la deuda suele ser perjudicial para el crecimiento económico. Este fue el argumento que Carmen M. Reinhart y yo presentamos en un breve artículo para una conferencia en 2010 y en un análisis más exhaustivo del que fuimos coautores con Vincent Reinhart en 2012.

Estos documentos suscitaron un acalorado debate, a menudo empañado por tergiversaciones flagrantes. No ayudó que gran parte de la opinión pública se esforzara por diferenciar entre la financiación del déficit, que puede impulsar temporalmente el crecimiento, y la deuda elevada, que tiende a tener consecuencias negativas a largo plazo. Los economistas académicos coinciden en gran medida en que unos niveles de deuda muy elevados pueden impedir el crecimiento económico, tanto al desplazar la inversión privada como al reducir las posibilidades de estímulo fiscal durante las recesiones profundas o las crisis financieras.

Sin duda, en la era prepandémica de tipos de interés reales ultrabajos, la deuda parecía realmente libre de costes, permitiendo a los países gastar ahora sin tener que pagar después. Pero esta fiebre de gasto se basaba en dos supuestos. La primera era que los tipos de interés de la deuda pública se mantendrían bajos indefinidamente, o al menos subirían tan gradualmente que los países tendrían décadas para adaptarse. El segundo supuesto era que las necesidades repentinas y masivas de gasto - por ejemplo, un refuerzo militar en respuesta a una agresión extranjera - podrían financiarse contrayendo más deuda.

Aunque algunos podrían argumentar que los países pueden simplemente salir de una deuda elevada, citando como ejemplo el auge de la posguerra en Estados Unidos, un trabajo reciente de los economistas Julien Acalin y Laurence M. Ball refuta esta noción. Su investigación muestra que, sin los estrictos controles de los tipos de interés que Estados Unidos impuso tras el final de la Segunda Guerra Mundial y los periódicos repuntes inflacionistas, el ratio deuda/PIB de Estados Unidos habría sido del 74% en 1974, en lugar del 23%. La mala noticia es que en el entorno económico actual, caracterizado por objetivos de inflación y mercados financieros mundiales más abiertos, estas tácticas pueden dejar de ser viables, lo que requeriría importantes ajustes de la política fiscal estadounidense.

Para ser justos, tampoco hay que alarmarse por la deuda pública, al menos en las economías avanzadas. Los episodios ocasionales de inflación elevada o los periodos prolongados de represión financiera no son catastróficos. Pero es importante destacar que, mientras que las personas adineradas tienen acceso a una serie de opciones de inversión que les permiten amortiguar el impacto de tales ajustes financieros, los ciudadanos de rentas bajas y medias tienden a soportar la mayor parte de los costes.

En resumen, la deuda pública puede ser una herramienta valiosa para hacer frente a innumerables retos económicos. Pero no es - y nunca ha sido - un almuerzo gratis.


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Kenneth Rogoff, es profesor de economía y política de la Universidad de Harvard y ganador del Premio del Deutsche Bank de Economía Financiera en 2011. Fue el economista jefe del Fondo Monetario Internacional de 2001 a 2003. Es coautor de This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly y autor de The Curse of Cash.


Fuente / Autor: Project Syndicate / Kenneth Rogoff

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Imagen: The Motley Fool

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