Para muchos países en desarrollo, el panorama económico mundial ha cambiado drásticamente en los últimos años. El menor crecimiento, la interrupción de las cadenas de suministro, la reducción de los flujos de ayuda y la mayor volatilidad de los mercados financieros representan importantes vientos en contra. La base de estos cambios es una reestructuración fundamental, impulsada por el mundo desarrollado, del orden económico y financiero de la posguerra. En este contexto, un puñado de factores están adquiriendo una importancia crítica para el bienestar actual y futuro de los países en desarrollo y para el destino de las instituciones multilaterales.
Durante gran parte del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el orden económico y financiero mundial funcionó como una construcción núcleo-periferia, con Estados Unidos en su centro. Estados Unidos proporcionaba bienes públicos mundiales, dirigía la coordinación de políticas multinacionales y actuaba como gestor de crisis, de acuerdo con un conjunto de reglas y normas ampliamente aceptadas. El objetivo final era la convergencia, asegurando una economía mundial cada vez más integrada y próspera.
Pero tres factores socavaron este orden. En primer lugar, no se prestó suficiente atención a los resultados distributivos cada vez más desestabilizadores, lo que provocó una alienación y marginación generalizadas en los segmentos políticamente influyentes de la sociedad. En lugar de seguir influyendo en la política, la economía pasó a estar subordinada a ella.
En segundo lugar, el orden existente tuvo dificultades para integrar a los grandes países en desarrollo en rápida expansión. El ejemplo más notable es China, cuya inmensa economía, pero relativamente baja renta per cápita creó un desajuste persistente entre sus prioridades nacionales de desarrollo y sus nuevas responsabilidades globales. El mundo ya no podía absorber sin problemas las consecuencias externas de la estrategia económica china, lo que generó tensiones que las estructuras de gobernanza internacional se han esforzado por resolver.
El tercer factor fue la transformación de EE.UU. de fuerza estabilizadora a fuente de volatilidad. A esta evolución contribuyeron la crisis financiera mundial de 2008 (que se originó en EE.UU.), la militarización de los aranceles contra China en 2018 y el creciente uso de sanciones contra los sistemas de pago. En los últimos años se ha acelerado con el fracaso a la hora de garantizar una distribución mundial equitativa de las vacunas COVID-19, la «super armonización» de los aranceles contra amigos y enemigos por igual, el desmantelamiento del sistema estadounidense de ayuda exterior y la continua indiferencia ante las devastadoras crisis humanitarias y las reiteradas violaciones del derecho internacional.
Aunque el modelo tradicional núcleo-periferia está intrínsecamente mal equipado para manejar todo esto, no hay nada que lo sustituya, lo que resulta en un viaje lleno de baches hacia un destino poco claro. A pesar de ello, los países en desarrollo han navegado relativamente bien por el cambiante panorama hasta ahora. Su éxito puede atribuirse en gran medida a los logros políticos conseguidos con gran esfuerzo, incluido el fortalecimiento de los marcos macroeconómicos y las instituciones en las últimas décadas.
Pero para mantener esta trayectoria positiva en un entorno exterior cada vez más difícil, los países en desarrollo deben afirmar cuatro prioridades políticas clave. La primera es preservar la estabilidad macroeconómica al tiempo que se abordan enérgicamente todas las vulnerabilidades estructurales y financieras, incluidos los mercados financieros nacionales poco profundos, los marcos reguladores débiles y los déficits de gobernanza.
La segunda prioridad es reforzar los vínculos internacionales que aumentan la resistencia, mejoran la agilidad y amplían la opcionalidad. Esto requiere esfuerzos coordinados y plurianuales para armonizar las normativas, fomentar la integración financiera regional y construir infraestructuras comerciales.
En tercer lugar, los países en desarrollo deben prepararse para explotar las nuevas oportunidades creadas por las innovaciones, desde el aumento de la productividad en los sectores tradicionales hasta las mejoras en los sectores sociales, donde la inversión en capital humano es más rentable. La IA, en particular, tiene un inmenso potencial para revolucionar la medicina, la educación y la agricultura, lo que podría ayudar a estos países a superar las etapas tradicionales de desarrollo. La creación de un ecosistema propicio requiere invertir en infraestructura digital, cultivar una mano de obra cualificada y desarrollar un entorno normativo favorable a la innovación.
Por último, dado que muchos activos estadounidenses parecen sobrevalorados y los bonos del Tesoro de Estados Unidos se están volviendo más volátiles, el pequeño, pero estratégicamente importante subgrupo de países en desarrollo con elevados niveles de reservas de divisas y una riqueza financiera sustancial en dólares se está viendo empujado a reconsiderar la tradicional sobreponderación de sus tenencias en Estados Unidos. Este proceso será inevitablemente prolongado y complejo, y requerirá una cuidadosa desagregación de activos, una revisión de las metodologías de asignación de activos y nuevas mentalidades de inversión que vayan más allá de los refugios convencionales.
Las instituciones multilaterales como el Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo tienen un papel crucial que desempeñar para ayudar a sus miembros a adoptar este enfoque. Para convertirse en asesores de confianza, estas instituciones deben mejorar en la recopilación y difusión de las mejores prácticas para las tecnologías nuevas y en evolución que pueden mejorar los resultados sanitarios, educativos y de productividad, y deben hacer más para promover la adopción de estas tecnologías. Por ejemplo, su personal debe estar preparado para responder a preguntas sobre la interacción con agentes de IA, el aprovechamiento de las innovaciones para prestar servicios esenciales y la gestión de los riesgos que conllevan.
Las instituciones multilaterales también deberían fomentar los vínculos y proyectos regionales que faciliten el comercio, amplíen las infraestructuras transfronterizas y promuevan la gestión compartida de los recursos. Y en un mundo cada vez más marcado por las crisis frecuentes, urge mejorar los mecanismos de financiación de contingencias, por ejemplo, reforzando las herramientas de riesgo compartido.
Por supuesto, esto no debe socavar la labor esencial que estas instituciones realizan en los países frágiles. Dada la abrumadora evidencia de que los modelos de desarrollo tradicionales tienen dificultades en países con graves problemas de gobernanza y seguridad, también en este ámbito se requiere un pensamiento más innovador.
La inteligencia artificial y otras tecnologías emergentes brindan a los países en desarrollo una oportunidad única para abrir nuevas vías de crecimiento económico integrador. Pero aprovechar esta oportunidad histórica dista mucho de ser automático. A menos que los países en desarrollo creen las condiciones necesarias para la difusión eficiente y equitativa de estas innovaciones en todas sus economías -empezando, de manera crucial, por los sectores de la sanidad y la educación-, corren el riesgo de quedarse aún más rezagados, haciendo que se acentúen las desigualdades dentro de los países y entre ellos, y acelerando la fragmentación del orden mundial.
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Fuente / Autor: Project Syndicate / Mohamed A. El-Erian
Imagen: Investment Magazine
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